jueves, 4 de marzo de 2010

La comodidad de las etiquetas: La Gestalt y el prejuicio.


Al simple y primer vistazo, pocas cosas resultan tan útiles como el uso de una etiqueta. De la misma manera que la persona etiqueta cuadernos, fotos, folios, cds, productos, entre otras cosas; procura repetirlo en todos los ámbitos y entornos que la vida le brinda. Incluso en las relaciones humanas. Así es como a un montón de pibes que vienen caminando en la misma dirección a una distancia mínima entre sí y por una calle más o menos vacía, lo catalogaremos como grupo de amigos; al ver en un aula a un conjunto de alumnos sentados uno al lado del otro con varios asientos de distancia de los demás integrantes de la cursada, lo percibiremos como grupo dentro del curso; contemplando a un ínfimo número de individuos manifestándose a favor de Alfonsín, los tildaremos de infradotados y a dos personas que caminan abrazados o de la mano y que también se besan, de novios. Todos errores de interpretación a excepción del ejemplo de la militancia alfonsinista que queda desnudamente expuesto al sentido común. Aunque el reparo central al cual le quiero dar cauce y consideración es al del último ejemplo. Primeramente, deseo explicitar que este tipo de agrupaciones visuales que se cometen por la percepción de un todo organizado mayor que la suma de las partes que lo integran, es explicado cabalmente por la psicología de la Gestalt. Segunda y finalmente, la introspección principal del motivo de estas líneas: la pareja.
La gente percibe a estas dos personas y las asume, de inmediato, en un noviazgo. Máxime si la escena se repite. Esta hipótesis -surgida de la ignorancia, el desconocimiento y la intuición- se asocia no sólo con el rótulo, sino también con su contenido. Es así como a partir de la suposición de que estás dos personas se ven asociados en un noviazgo, también quedarán determinadas las maneras afectivas y el trato sentimental que estas tengan. El hecho de ver a estas personas por separado y en compañía de terceros sería razón irracional de una acusación infiel, desleal a la persona invisible en ese momento. Increíble. No sólo que los receptores de de estas dos personas los asumen de algo que desconocen su verosimilitud, sino que además los entiende como inmorales en merced a un hecho que suponen cometido y reputan desleal. Dos veces increíble.
La comodidad de las etiquetas pasa por no tener que pensar todo el tiempo los diversos modelos relacionales que la creatividad humana pudiera concebir. Es más fácil acusar sin tener que pensar, que pensar y acusar. Quien lo hiciera con cada percepción que tuviese moriría por calcinación cerebral. Pero lo que en un principio pareciese confortable y holgado, podría volverse contraproducente con razón en los rumores –fundamentados en la ignorancia del prejuicio, la comodidad de la etiqueta y el aburrimiento diurno- que podrían ser trotados por los círculos íntimos de las personas involucradas en el ejemplo. En fin: una pila de quilombos originados por la indigna cuestión de no pensar.

miércoles, 3 de marzo de 2010

De experiencias y rarezas.

Miles son las definiciones que inundan los resultados de un célebre buscador virtual cuando uno se da a la compleja tarea de rastrear el término "felicidad". Aunque, si en la misma búsqueda se introduce y relaciona el susodicho vocablo con la palabra "amor", se suscita un curioso resultado: las respuestas disminuyen de cinco mil a apenas una. “La felicidad es una rareza en el tiempo”, reza la única y singular respuesta del cacheo.
Debo reconocer que frente a la entrega del resultado pensé al buscador irónico y fanfarrón, teniendo en cuenta que la experiencia de la felicidad (al igual que la de tristeza, sorpresa, cobardía, peronismo, mugre y todas las demás) es un hábito intermitente, tal vez repetitivo y que llena a quien la padece. Habrá quienes postulen que la mugre no es una experiencia y que de lo único que llena es de gérmenes y bacterias; pero no gastaremos pólvora en chimangos, optaremos por obviarlos y seguiremos nuestra vía reflexiva sin controversias de índole roñosas.
Luego de pensar con insistencia en la sentencia mientras me encontraba sentado en mi inodoro, ojeando un arrugado suplemento deportivo del año noventa y siete, me resolví por confrontar al dicho. En el auge de mi rebeldía y mi yo más insurrecto, intenté doblegar a la frase de la manera más arriesgada y dificultosa: pretendí la felicidad enamorándome de una mujer inalcanzable.
Ignoraba que me encontraba frente al equívoco más grande y tremendo de mi vida hasta que la mujer de ensueño se transformó en un ser real. Fue un error digno de la adolescencia y de todas las otras etapas de los hombres que la adolescencia no abarca. Procuré una vida llena de alegrías cediendo mi independencia emocional a una persona que no era mi madre; digno de la piña más fuerte.
Lo que le siguió fue de manual. Una vez avivada de su poder la mina colonizó mis horas, dictó el quehacer de mis días y se aseguró de mi presencia hasta que su voluntad desease pronunciar lo contrario. Fue una relación atiborrada de desdichas para mi alcurnia grupal; también sobrellevó intermitentes momentos de felicidad esporádicos y aislados, que fueron suficientes para justificar el resto de las humillaciones a las cuales era sometido a casusa del amor que sentía por esa mujer en virtud de su encanto.
Fueron épocas duras. Me queda intacto el recuerdo de la conducta digna de psicoanálisis que tomaron mis pares más queridos, mis amigos; aquellos con quienes era feliz pateando una pelota, bebiendo de una botella o cortejando señoritas de una belleza más o menos cuestionable en consideración de la hora transitada en el momento del galanteo. El asunto fue que estos pibes se retobaron. Sin previo aviso, me sancionaron con el agravio hacia el ciego, el ultraje que uno no ve, ese que se comete a tus espaldas; posteriormente optaron por mi exclusión grupal y, en la hipérbole de los odios, me negaron en el barrio, en el tiempo y en el espacio.
Después de tres años de relación, Marta me dejó; el barrio me asumió desaparecido en merced al rumor difundido y mis amigos no volvieron a reconocerme nunca jamás. Me quedé sin mi novia y sin negadores.
Fue seguidamente al desarrollo de que osase rivalizar con la razón virtual una tarde de verano, que comprobé que la sentencia desafiada en principio, tenía un solo fallo para mi ejemplo personal: equivocaba el tiempo. La felicidad sería un fenómeno extraño, una rareza en el tiempo que jamás se volvería a repetir.
Lo vivido me llevó a la cavilación de que la próxima vez que me vea sumergido en lo más profundo del aburrimiento opte por jugar a la generala; a la pelota; a la bolita; al dígalo con mímica; o bien, quedar bien con la familia, y llamar a mi abuela. Aunque a la pelota ya no puedo jugar porque se necesitan más jugadores que uno mismo.