lunes, 27 de abril de 2015

19 DE DICIEMBRE

Por Roberto Fontanarrosa



Yo sé que ahora hay muchos que dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que le hicimos al viejo Casale. Yo sé, nunca falta gente así, pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Había que estar esos días en Rosario para entender el fato mi viejo. Ahora es fácil hablar al pedo, ahora habla cualquiera.

Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario esos días anteriores al partido. Y te digo esos días, desde semanas antes se venía hablando del partido, la ciudad era una caldera. Porque eso era lo que era la ciudad: una caldera. Claro, los que ahora hablan son estos turros, que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando, en pedo, a los gritos y d espués, ahora te salen con que son…..¿que son? moralistas…… De que se la tiran, hijos de mil putas.
Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar, pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días hermano. Prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa, en los boliches, en la calle, en cualquier parte, saltaban chispas, pero te lo juro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas, ó mejor dicho, de los maleficios. Hay que entender que no era un partido cualquiera hermano, era una final, final.
Porque no era un final, final, era una semifinal. El que ganaba después venía a jugar a Rosario, y le ganaba a cualquiera, fuera Central como Newels. Acá le hacia la fiesta a cualquiera.
Y cómo estaban los lepra! Ellos tendrían que acordarse ahora, los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale. No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra, no se acuerdan ahora! Había que aguantarlos, porque se corrían una fija! Pero una fija se corrían hermanito! Que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo se pensaban que nos iban a hacer la colita, sino que además nos iban a meter cinco en el monumental y para la televisión Pero porque no se van a la puta madre que los parió! Que mierda nos van a hacer cinco goles estos culo roto!
La verdad hermano, con una mano en el corazón, tenían un equipazo! Un equipazo de padre y señor mío! Hay que reconocerlo! Jugaban y daba gusto, buen toque, te abrochaban bien abrochadito. Marito Zanabria, el Mono Oberti. Dios querido, el Mono Oberti, qué jugador! Silva, el que era de Lanus, el albañil, Montes de cinco, Santamaría, el cucurucho. Qué se yo, era un equipazo! Un equipazo, hay que reconocerlo. Y la lepra se corría una fija. Sabés cuántos había en la ruta el día del partido. Yo no sé. Eran miles, millones. Yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro gatos locos! Y de golpe para ese partido aparecieron como hormigas, de abajo de la tierra, esos desgraciados. Todos fueron!
Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces oíme. Había que recurrir a cualquier cosa! Hay partidos que no podes perder, tenés que ganar o ganar! No hay tutía! Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que tenía que hacer cagar a Kenedy, me daba lo mismo hermano! Hay partidos que no se pueden perder! Y qué! Te vas a dejar basurear por estos soretes! Para que después te refrieguen y te pongan la bandera por la jeta toda la vida! No mi viejo. Entonces hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo viste. Tu vieja por ejemplo. Que por ahí sos capas hasta de ir a la iglesia viste.
Y te digo yo, esa vez no fui a la iglesia. No fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos que si nó te aseguro que me confesaba. Y todo si servía para algo. Pero con los muchachos nos enganchamos con la cuestión de la brujería, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Newels. Y de todas esas cosas de que siempre se habla.
Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con la camiseta de Newels clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja, que no manya nada de todo esto, tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de esos de Pilato, Pilato, sino gana Central en River no te desato. Después la vieja decía que habíamos ganado por ella. Pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale. Pero yo le decía que sí, para no desilusionarla a la pobre vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran que sé yo, cosas muy generales. Ya había tipos que lo estaban haciendo y además el partido era en el Monumental. Y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con 30 cadenas, y no te saca ni Dios después hermanito.
Entonces me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso, y veníamos y veníamos. Entonces por ejemplo resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani, porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata, en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero.
Yo iba a llevar por supuesto el gorrito, que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos, y no me había fallado nunca el gorrito ese. A ese lo iba a llevar. Era un gorrito milagroso. El Cuqui iba a ir con el reloj cambiado de lugar, o sea en la muñeca derecha, no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quien, se lo había cambiado en el medio tiempo, porque íbamos perdiendo, y con eso empatamos.
O sea todo el mundo repasó todas las cábalas posibles, como para ir bien de bien, no dejar ningún detalle suelto. Te digo más, estuvimos como media hora discutiendo cómo mierda estábamos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta, para pararnos de la misma manera, en el partido contra la lepra.
El boludo de Michi decía que él había estado detrás del Valija, y el Miguelito porfiaba que era él, el que había estado detrás del Valija. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido. Para que veas cómo venía la mano en esos días. Sabés que te lleva eso, hermano, sabes que te lleva a eso: el cagazo. El cagazo hermano, te lleva a hacer cualquier cosa. Como lo que hicimos con el viejo Casale. Porque si llegábamos a perder, mamita querida. Nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo. Nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro. No podíamos volver nunca más acá. Íbamos a parecer esos refugiados Camboyanos, que se tomaron el piro en una balsa. Bueno te juro que si perdíamos, agarrábamos el Ciudad de Rosario y por acá por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre. Pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos mi viejo!
Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que sí perdíamos, agarraba un bufo y se volaba la sabiola, y te digo que el Miguelito es capas de eso y mucho más, porque es loco. Así que yo le creía.
O hacerse trolo! Y a otra cosa Mariposa. Darle a las plumas, y salir vestido de loca por Pellegrini, y no volver nunca más a la casa, pero te digo, nadie quería ni siquiera oír hablar de esa posibilidad.
Ni se nombraba la palabra derrota. Era como cuando se habla del cáncer hermano. Vos ves que por ahí te dicen la papa, ó tiene otra cosa, algo malo, pero el cangrejo mi viejo, no te lo nombra nadie!
Y ahí fue cuando sale a relucir lo del Viejo Casale. Era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche, y que durante años vino a la cancha con nosotros. Pero que ya para ese entonces, se había ido a vivir al norte, a Salta creo. Lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos que en la casa del cabezón, el viejo había dicho que el nunca pero nunca lo había visto perder a Central contra Newels. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio, vos te preguntás, cómo carajo hizo este tipo para no verlo perder nunca a Central contra Newels. Que mierda hizo! Este coso no va nunca a la cancha! Porque oíme, alguna vez lo tuviste que ver perder. A menos que no vayas a los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así. Que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la Puta vida.
Y me acuerdo que le preguntamos eso al viejo. Y el viejo nos dijo que no. Y nos explicó que él iba siempre, un fana de Central que ni te cuento. Pero se había dado, qué se yo, una serie de cosas, de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Newels, él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo, ni se acuerda él. Que estaba de viaje por Misiones, el viejo era comisionista. Que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar. Que estaba engripado. Otra vez le dolía un huevo. Que se yo. La verdad hermano, la posta era que al viejo nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos había ganado. Era un privilegiado el viejo! Y además un talismán. Porque así como hay tipos mufas que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás, es número puesto, tu equipo gana. No es joda! Y el viejo Casale era uno de éstos. De los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos: este viejo tiene que estar en el monumental contra Newels, no puede ser de otra forma, tiene que estar. Claro, dijimos, seguro que va a estar. Si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarro como la duda viste. Porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo. Te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver en la cancha. Ni en la calle, ni en ninguna parte. Además el viejo ya estaba bastante veterano, porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus 60, 75 los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito, decimos, vamos a la casa del viejo a asegurarnos que vaya y si no lo llevamos atado. Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, que se yo, nosotros no sabíamos. Ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, o una kermés, cualquier cosa, el viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa, y a que no sabés con la que nos sale el viejo. Que andaba mal del bobo, que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha. Nos sale con eso. Que no, que había tenido un infarto, en no sé que partido, un partido de mierda, después de una pelota que pegó en el palo. Que había estado muerto como media hora. Que lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore. Y que no había clavado las guampas de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a una cancha desde hacía ya, mirá no se lo que te digo, dos años, dos años y medio. Y no era sólo que el no quería ir sino que el médico y por supuesto la familia le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, para que no le pateara el bobo. Porque parece que el viejo escuchaba cualquier cosa demasiado fuerte y se moría. Tan jodido andaba! Vos le hacías Uuuuuhhh! en la cara y el viejo partía. Para que! Te imaginas nosotros, la desesperación! Porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno hermano! Era un anuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires.
Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo. A convencerlo, a decirle: pero mire don Casale, usted tiene que estar, es una sita de honor. Que va a estar mal del cuore usted! Si se lo ve cero kilómetro! Vamos Casale!
Me acuerdo que lo jodía Miguelito y le decía: “cuantos polvos se hecha por día?” “usted está echo un toro”. Pero el viejo ni mierda, en la suya, que no y que no. Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Newels tenía un equipo de mierda, y que ya a los 15 minutos íbamos a estar 3 a 0 arriba, y que el partido era una mera formalidad. Que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central, para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada! Una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, la madre del Cabezón, una hermana del Cabezón, que querían saber qué queríamos decirle nosotros al viejo en esa reunión. Porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno.
En resumen, que el viejo nos dijo que no. Que ni loco! Que ni siquiera sabia si iba poder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aún sin escucharlo! Porque el viejo, los diarios los leía, tan boludo no era! Sabía cómo venía la mano, como era la cosa, como formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo: ese día bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los onmibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío, que vive en Villa Diego. No quería ni escuchar los bocinazos el viejo!
“Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a él no le importa nada el fútbol, y ahí paso el día, sin escuchar radio ni nada.”
Porque el viejo decía, y tenía razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír. Pobre desgraciado! Y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar a la quinta de ese hermano que tenía para borrarse del asunto. Muy bien.
Te digo que salimos de allí, hechos bosta! Porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi ya era un dato seguro, como para seguir, que éramos boleta. Para como al Valija, el día anterior, le había caído una tía del campo. Y el se acordaba que en un partido que perdimos contra San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Si no te asustes, decidimos lo del secuestro.
Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad. Que el viejo se nos iba a morir en el viaje o en la cancha. Y que después se iba a armar un quilombo. Que íbamos a terminar todos en cana. Y que además eso era casi un asesinato.
Pero al Dani mucha bola no le dimos, porque siempre ha sido un exagerado. Y más que un exagerado, medio cagón, el Dani.
Pero nosotros estábamos bien decididos. Y más que nada, por una cosa que dijo el Valija. El viejo estaba diez puntos, había tenido un infarto, tenés razón. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto, y vos lo ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse dentro de un ropero ó no ir a la cancha. O dejar que te rigoree la familia, como la esposa, y la otra, la hermana del cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros, que se ve que lo querían hacer durar al viejo como mil años para sacarle la guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además como decía el Miguelito, y eso era cierto, vos lo veías al viejo, y estaba fenómeno.
Con casi sesenta años, no te digo que parecía un pendejo, pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, se movía, que se yo, chupaba…….porque a nosotros nos convidó con Cinzano, y el viejo se mandó su medidita. No te digo un vazaso, pero su medidita se mandó. La cosa que el Miguelito elaboró una teoría que te digo aún hoy, no me parece descabellada.
El viejo era un turro hermano, un turro que especulaba con el fato del bobo, para pasarla bien. Y no laburarla nunca más en la vida de dios. Con el verso del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey. La tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él viviendo como un bacan el viejo. Y de qué se privaba? De algún faso. Que no sé si no fasearía a escondidas. Y de no ir a la cancha. Fijate vos eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco, el otario.
Bueno, con ese argumento y con lo que dijo el colorado, se resolvió todo. El colorado vino y habló clarito. Nos habló de los grandes ideales. De nuestra misión frente a la sociedad. De nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que para nosotros eso era verdad. Iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados. Que habíamos tenido lo nuestro. Y que de última teníamos experiencia en malos ratos y en fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central iban a tener de por vida una marca, que los iba a marcar para siempre como un fierro caliente. Las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela! Los iban a destrozar. Les iban a pudrir el bocho para siempre. Iban a ser una ó dos generaciones de tipos hechos bolsa. Disminuidos ante los leprosos. Temerosos de salir a la calle, de mostrarse en público. Y eso es verdad hermano. Porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo. Yo me acuerdo cuando perdimos cinco a tres con la lepra en el parque, después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el colorado Bertoldi. Que todavía se estará gastando la guita. Y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama, porque no me atrevía a ir a la escuela. Para no bancarme la cargada de la lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son crueles. No viste como descuartizaban bichos. Que agarran una langosta y le sacan todas las patas. Son hijos de puta los pibes en ese sentido. Lo que decía el colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa. Que por la cagada de cuatro reverendo hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos. Y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido.
Además como decía el colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos newelistas. Estaba también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo, y se hacen hinchas de ese equipo. Son así, son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Newels, y a la mierda! De ahí en más todos los pibes se hacían de Newels, ponéle la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, converzarlos, hablarle del Gitano Juárez, del flaco Menotti, ni comprarle la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que River sale campeón y se hacen de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora, que mal que mal, vos los llevás al gigante y los pibes se caen de culo. Entonces cuando van al chiquero del parque, por mejor equipo que pueda tener Newels, los pibes piensan: ¡yo no puedo ser hincha de esta villa miseria! Y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos, y vos ves que ahora, los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central ó a Newels, y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época. Los pendejos son más materialistas. Yo no sé si es la televisión ó que, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara. Había que secuestrar al viejo Casale. Y si no aguantarse que quince ó veinte años después, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de leprosos, nacidos después de ese partido. Y esto hoy sabés lo que sería. Beirut sería un poroto al lado de esto, te lo juro hermano.
El que organizó la “operación Eichmann”, como la llamamos, fue el colorado. La llamamos así porque, ese general alemán, torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos viste. Y lo nuestro era más ó menos lo mismo.
El colorado era un tipo muy cerebral, le carbura bien el bocho, y el organizó todo. El colorado para ese entonces ya no estaba en la OCAL.
La OCAL no sé si sabés, es una organización de acá de Rosario, que se llama así porque son iniciales, es Organización Canalla Anti Lepra. Son un grupo de ñatos como el Klux Klux Klan, mas o menos. Que tienen reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones. O si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro, seguro tenés que odiar a la lepra. Tenés que odiar más a los lepra, que lo que querés a Central. Hacen reuniones, escriben el libro de actas. Piensan maldades contra los lepra. Festejan fechas patria de partidos que le hemos ganado, tienen himnos. Son como esos tipos, los masones, esos que nadie sabe quienes son. Andan con antorchas.
Bueno de la OCAL, al colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo. Pero es un bocho el colores. Y el fue el que organizó todo el operativo. Y te la cuento porque es linda. No sé si un día de estos no aparece en el Selecciones.
Averiguamos que ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenia la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al 1400, lo único que lo dejaba, por ese entonces si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis y Paraguay ó San Luis y Corrientes. No más allá de eso. A menos que fuera un pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño, que no sé para que mierda iba a hacer eso. Ahora la duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus ó en auto. Porque si se iba en auto nos recagaba. Pero nos jugábamos a que iba a ser en ómnibus.
Porque auto no tenía. Y seguro que el hermano tampoco tenía, porque debía ser un muerto de hambre cómo el seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien tempranito, para no infartarse con las bocinas. O sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestro para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego, porque después como llegamos nosotros a Buenos Aires, para la hora del partido, con el quilombo que era la ruta, y en un ómnibus de línea. Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires. O sea que la cosa estaba clavada, era posta posta. Después hubo que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo. Además le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el colorado manejo la cosa como un capo, un maestro.
El asunto era así. El Rulo, es un amigo fana de Central, que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches de la 305. Tuvimos un ojete así de grande. Porque sino teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, que se yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305. Y con uno de esos ya tenía pensado pirarse para el monumental el día del partido. Y más bien que se llevaba como 900 o 1000 monos que iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los pario. No iba a perderse el partido ese. Entonces el Rulo, con los monos arriba y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha por España estacionadito. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en el boliche de ahí cerquita. Desde donde veía la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco de la matina ya estaba el Miguelito apostado en el boliche, haciéndose el boludo, junando para la casa del viejo. Te juro que ni los Tupamaros hubieran hecho un operativo como este, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo, con una canastita, donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso el pobre viejo. El Miguelito casó una Vespa, que tenía en ese entonces. Dio vuelta la manzana, y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres ó cuatro pibes, de estos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sota. Que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormidos, incluso con la cara tapada con algún pulóver, como si nos jodiera la luz, ó con algún piloto.
Te digo que aquél día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además el quilombo había sido guardar todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta, que media 52 metros loco. Media cuadra de bandera, que decía: “Empalme Graneros, presente”. Y tuvimos que meterla debajo de un asiento, para que el viejardo no la bichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido. Se sentó en uno de los asientos de adelante. Que ya habíamos dejado libre apropósito. Para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Nadie se hablaba, como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla.
La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto, con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza, como diciendo “mirá vos”.
Se ve que tenía ganas de hablar. Pero nadie quería darle mucha bola, para no pisarse en una de esas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus, hermano. Como cuando se muere algún ñato, viste, que se queda a apoliyar en el auto, con el motor prendido, y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así, parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo: “En la esquina jefe”.
Y yo no sé que le dijo el Rulo. Algo de que ahí no se podía parar, de que estaba cerrado el tránsito, de que había que seguir un poco más adelante. Y el viejo se la comió. Pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, de nuevo el viejo: “en la esquina”, le dijo. Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí hermano, vos no sabés lo que fue! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo. Y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas, y las banderas por las ventanas. Y a los gritos, hermano: “Soy canalla, soy canalla”, por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo. El pobre viejo, la cara que puso, mirá no te la puedo describir con palabras. Sino para afuera mirábamos, porque los grone, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí, sin gritar ni armar quilombo para no deschabarse con el viejo.
Pero cuando llegó el momento, agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos, a golpear las chapas del costado del ómnibus. Y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los chorros van a asaltar una carreta, donde parece que no hay nadie. O que la maneja nada más que un par de jovatos, y de golpe se abren los costados, y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros? ¿ Que levantan la lona, y estaban todos adentro, haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transformó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, bocinas, bocinazos, cornetas, una joda.
¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta, esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar. Eso era conmovedor. Te saludaban, gritaban, levantaban los puños. Por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo.
Pero vuelvo al viejo. No sabés la caripela del viejo. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos, este es el momento crucial. Ahí el viejo, o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, ó salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y gritaban. No lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular ni una palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy, que ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca, llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto, porque, que se yo, te da un poco de asco. Además con un viejo!
Pero mirá te la hago corta. Cuando el viejo vio que no había arreglo, que no había posibilidad que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó. Pero entregó, entregó, eh.
Porque al principio nosotros nos acercamos y nos reputió. Nos dijo que éramos unos irresponsables, asesinos, que no teníamos conciencia, que era una vergüenza. Qué se yo todo lo que nos dijo. Pero después cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto. Que estaba hecho un toro. Que si se había bancado la sorpresa del ómnibus, quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa. Y empezó a tranquilizarse.
El colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra, para demostrarle que él estaba perfectamente sano. Y que incluso, el médico estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad, que intención puedo tener en mentirte hoy por hoy.
Mucho antes ya de entrar en Buenos Aires, ese viejo era el más feliz de los mortales. Te lo digo yo, y te lo juro por la salud de mis hijos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía factura, gritaba por la ventana. Y a la cancha se bajó envuelto en una bandera!
No había en la hinchada un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu. Se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió. Y después se bancó el partido. Estaba verde, eso sí, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué, porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas.
Pero después miré para el lado del viejo y lo ví abrazado a un grandote en musculosa casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso no se puede
relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Que si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refucilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar!
Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me constestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos: “¡Qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.

jueves, 23 de abril de 2015

INICIACION

Por Roberto Fontanarrosa




Yo creo que a mi padre se le ocurrió ese día en que entró al baño y yo estaba bañándome. Dijo "permiso" y entró, sin esperar que yo contestara, cosa que siempre hacía y que a mí me jodía bastante. Pero él tenía esa costumbre de los clubes, de los vestuarios de los clubes. Le gustaba esa cosa muchachera de la falta de privacidad de los clubes y, en­tonces, lo mismo entraba. Yo creo que fue ese día porque me pegó una ojeada, empezó a buscar algo en el botiquín, por ahí me volvió a mirar, cerró el botiquín y se fue pre­guntándome si salía bien el agua de la ducha y sin esperar a que yo le contestara.
También es cierto que yo hacía poco que me había puesto los pantalones largos a instancias de mi viejo que le preguntó a mi vieja qué esperaba para comprármelos y le dijo que faltaba poco para que se me pasaran las bolas por debajo de los cortos. Además a mí me había agarrado una gripe fuerte y había pegado un estirón interesante. No diré que me había puesto alto porque nunca fui alto, pero para esos días había pegado un estirón considerable.
Al poco tiempo lo encontré a mi viejo hablando en voz baja con mi madre y eso me sorprendió porque mi viejo hablaba muy poco con mi madre. Era de esos matrimonios de antes que funcionaban con muy pocas palabras, con acuerdos tácitos, con miradas, con gestos. Por otra parte, se daba por descontado que el padre no tenía por qué contarle sus problemas a la esposa. Pero yo entré en la cocina no sé buscando qué cosa y ellos estaban hablando en voz baja y cuando me vieron dejaron de hablar o cam­biaron la conversación, no sé, algo que yo me di cuenta. Y me dio la impresión de que mi viejo quería convencerla a mi madre de algo y que a ella no le caía del todo bien el asunto. Después, esa tarde, mi madre, mientras planchaba, me miraba. Daba un par de pasadas con la plancha y me miraba, después volvía a planchar. Yo estaba estudiando química, me acuerdo —una materia que detestaba— y me hacía que no la veía, pero notaba que ella me estaba obser­vando.
Pasó un tiempo y no ocurrió nada. Digamos, todo esto que ahora yo cuento lo relacioné después, después que pasó todo. En ese momento, digamos, lo noté, pero no le di mayor importancia. Después até cabos, más adelante.
Muy bien; un día mi viejo aparece de tarde, y eso era raro en él, que casi siempre aparecía ya bien de noche, y me dice "vestite". Ahí fue, ahí fue cuando yo me di cuen­ta de que había algo raro. Cuando él me dijo "vestite" yo ya presentí que había algo raro.
"¿Adonde vamos?" le pregunto. "Al club" me dice. Me acuerdo que salimos juntos, caminamos esas tres cua­dras y llegamos al club. En el trayecto mi viejo no me habló una palabra, nada. Llegamos al club y mi viejo entra en el buffet. No había un alma. Mi viejo se movía en el club como en su casa, o mejor que en su casa porque se la pasaba más en el club que con nosotros. "¿Está Mendoza?" le pregunta a un tipo que aparece detrás del mostrador. "Sa­lió" le dicen. "Cagamos" dice mi viejo. "Pero vuelve" dice el tipo. "Lo esperamos, entonces" dijo mi viejo. "Acá, con el com­pañero, lo esperamos". Nos sentamos en una de las mesitas del salón. Mi viejo, después de hablar conmigo algunas pa­vadas, banalidades, las clásicas preguntas de cómo me iba en el colegio, esas cosas, me empieza a decir que todo llega en esta vida, que el tiempo pasa, que yo ya había dejado de ser un pibe, que estaba empezando a ser un hombre, que había algunas cosas que yo tenía que conocer, etc., etc., etc. Todo muy por encima, todo más amagado que concreto, pero era la primera vez que nos poníamos los dos, uno frente al otro, solos, en una mesa, a hablar de esos asuntos. O mejor dicho, hablaba él, yo lo escuchaba. De todos modos, era la primera vez. No fue muy larga la espera, sin embargo, porque enseguida llegó el Mendoza en cuestión. Era el bufetero del club; yo lo había visto un par de veces antes. Y se ve que ya habían conversado de la cosa porque mi viejo le dijo: "Acá está el hombre" señalándome y el tipo dijo: "¿Así que éste es el campeón?" y enseguida mi viejo se levantó, lo agarró del brazo y se lo llevó hasta el mostrador. Ahí estuvieron hablando unos minutos con gran familiaridad. Mi viejo le dio unos pesos que sacó de la billetera y después se acercó de nuevo hasta la mesa. "Te dejo con Mendoza" me dijo "es un amigo. Él se va a ocu­par de todo". "Andá tranquilo que todo va a salir bien" le dijo el otro a mi viejo desde atrás del mostrador mien­tras acomodaba unas facturas que se ve quería dejar arregladas antes de venirse conmigo. "Después te veo en casa" me dijo mi viejo, y se fue. Este Mendoza entró a lo que era la cocina del club y enseguida salió con un saco puesto, así nomás, sin corbata. Me acuerdo que agarramos el auto de él, un Plymouth viejo, todavía me acuerdo, y salimos. Ni sé para qué lado agarramos pero este Mendoza tampoco me dijo nada.
Llegamos a una casa, una casa grande, y bajamos. Mendoza entra y me hace esperar afuera. Al ratito sale y me dice: "Entrá". Yo entro, era un living amplio, bastante bien puesto, con unos sillones, esas mesitas con mantelitos de encajes y unas muñecas sobre las mesas, todo bastante rococó.
Y ahí había una mujer, alta, grandota, que debía ser bastante joven, andaría por los 35, por ahí, lo que pasa es que para mí, en ese entonces era casi una jovata, una vete­rana. La mujer tenía puesto una especie de salto de cama con muchos bordados y chinelas. No era fea, para nada. Te­nía un pelo muy negro me acuerdo y los ojos muy pintados. Me acuerdo también del perfume, un perfume dulzón, pene­trante. Mendoza y la mujer cuchichearon un momento, se rieron y enseguida Mendoza se fue hacia la puerta. "Te espero en el auto" me dijo, y me guiñó un ojo. "Vení, pasá, pasá", me dijo la mujer, apoyada en la puerta que da­ba al patio y que era parte de una mampara con un vitraux.
Entonces me acuerdo que pasamos a una pieza, a un dormitorio, donde había una estufa de esas altas a la que, en la parte de arriba, le habían puesto una ollita con hojitas de eucaliptus para secar el ambiente. No me podré olvidar nunca de ese olor. "Sentate" me dijo la mujer, y me señaló una silla; "yo ya vengo". Yo me quedé ahí, sen­tado en la punta de la silla, mirando todo, con las manos agarradas medio tapándome los puños de la camisa que me sobresalían por debajo del saco porque estaban medio despelusados y me daba vergüenza. Enseguida vuelve esta mujer del baño y se había sacado esa especie de batón, de salto de cama, que tenía. Tenía puesta una camisa blan­ca y una pollera, sencilla nomás. Se sentó en la cama y, mientras me miraba, dejó caer las chinelas y subió las pier­nas a la cama. Yo trataba de no mirarla mucho, pero ella me miraba permanentemente. Por ahí me dijo: "Tenés lindos ojos". Yo me quedé mudo y seguía tratando de no mirarla. "De veras''', repitió, "tenés ojos muy lindos". Después se hizo un silencio y yo noté que estaba transpi­rando. Yo, estaba transpirando. Era un silencio muy pesa­do y sólo se oía el tic tac de un reloj desde la otra pieza. Entonces ella se levantó y se acercó lentamente a mí. Se agachó enfrente mío y puso sus manos sobre las mías. Des­pués se levantó, sin soltarme las manos, y yo quedé casi obligado a mirar a los ojos. Entonces me dijo: "Hay cosas que un hombre tiene que saber". Y enseguida: "Los Reyes Magos son los padres".
Después, lo único que me acuerdo es que me fui de aquel lugar llorando.

lunes, 20 de abril de 2015

UN HECHO CURIOSO

Por Roberto Fontanarrosa.





El Colorado había sugerido comer en Santa Fe pero no le habían dado bola. Los demás dijeron que tenían que aprovechar a rajar cuanto antes, antes de que la ruta fuera un kilombo y que a eso de las doce podían estar en Rosario y comer allí. Después de todo, por la autopista, en dos horas estaban de vuelta. La noche, además, era muy linda e incluso, tiempo después todos recordaban que Pepe, ya en el auto, había dicho que era perfecta para que apareciera algún plato volador. También se acordaban de que Pepe, hasta ese momento silencioso y pensativo en el asiento de atrás, había agregado, como preguntándose a sí mismo: "¿Tendrán un once?". Habían ido a cancha de Unión a ver a Central contra los tatengues y se había perdido dos a cero dando lástima. Y la carencia de un puntero izquierdo lo tenía mal al Pepe.
Lo cierto es que se largaron a la ruta sin siquiera tomar un liso en Santa Fe, tratando de primerear al resto de la sufrida hinchada que se había llegado hasta la ciudad capital para ver esa cagada de partido.
Encontraron la autopista despejada y, muy de vez en cuando, pasaba algún auto con alguna bandera arriba, cruzada sobre el techo, agarrados los extremos con las ventanillas traseras.
—Por qué no te metes la bandera en el orto —alcanzó a decir Ramón poco antes de que el Colorado propusiera parar en cualquier parte para comer algo.
—Un sandwich, aunque sea —agregó. Pero alguien tiró la posibilidad de una tira, un cacho de vacío y los cuatro comenzaron a escudriñar el camino en busca de una parrillita. Se habían avivado tarde de que tenían hambre y ya habían dejado atrás las parrillas de la salida de Santo Tomé. La mufa del partido, por otro lado, había aflojado.
—Por acá no hay un choto —dijo Pepe. Pero se equivocaba. A poco tiempo de andar vieron una estación de servicio, chica y, al lado, casi oculta entre unos árboles, una parrilla iluminada. Pararon el auto, bajaron, y cuando se estaban acercando a la edificación, vieron cómo un tipo cerraba la puerta vidriada desde adentro.
—Cagamos —dijo el Colorado. Pero ya habían llegado junto a la puerta y Ramón golpeó con los nudillos sobre el vidrio, como si el tipo de adentro no los viera cuando, a no ser por la puerta en sí, estaba separado de ellos por unos quince centímetros. El Negro, al mismo tiempo, le hacía la seña basquebolística de pedir minuto, con el dedo índice de la mano derecha apoyado en la palma hacia abajo de la mano izquierda. En tanto el hombre volvía a abrir, adentro, un adolescente que barría, dejó de hacerlo.
—¿Podremos comer algo, jefe? —preguntó el Colorado frotándose las manos.
—Sí. Sí —dijo el hombre señalándoles una mesa y yéndose hacia atrás del mostrador. El adolescente abandonó la escoba con cara de culo y se fue para la cocina. No se veía más nadie en el local, pero aún quedaban mesas sin levantar, indicio que delataba que había habido gente comiendo minutos antes.
—Es temprano después de todo —dijo Pepe, mirando el reloj en tanto se sentaba.— Son las once y media.
—Que trabajen, qué mierda —dijo Ramón.
—¿Hacemos un blanco? —propuso el Colorado, y volvieron sobre el tema del partido.
Ramón no se acuerda, hoy por hoy, a qué hora habrá caído el tipo de bigotitos, pero no les habían traído todavía las tiras cuando entró a la parrilla. Tampoco notaron nada raro, aunque, tiempo después, el Negro recordó que no habían escuchado ruido de auto o cosa así llegando a la parrilla. Tanto, que primero pensaron que era un tipo del lugar, alguno que trabajaba en la parrilla o atendía en la estación de servicio.
Era un tipo delgado, de estatura mediana, pelo negro y bigotito fino.
—Parecía uno de esos que laburan en teatros de varieté —diría después el Colorado.— Un mago o cosa así.
—Uno de esos que cuentan chistes pelotudos —aportaría el Pepe.
El hombre saludó al entrar con el "provecho" de rigor y los cuatro contestaron con monosílabos y movimientos de cabezas. El hombre se dirigió al dueño, que estaba detrás del mostrador, habló dos palabras con él, el patrón se encogió de hombros y el tipo se acercó a la mesa de los cuatro.
—Perdonen —dijo.— ¿Les molestaría que me sentara con ustedes?
Pepe, al lado de quien estaba parado, dejó de masticar y lo miró largamente. El Colorado fue más operativo, corrió la silla de la cabecera y lo invitó a sentarse.
—Che... —avisó al Negro y a Ramón—... acá el amigo va a compartir la mesa con nosotros.
Ramón miró al recién llegado duramente, el Negro lo estudió en silencio y luego los dos siguieron charlando del partido.
—¿Toma blanco, jefe? —ofreció Pepe, acercándole un vaso.
—Bueno, bueno, un poco.
—¿Viene del partido? —consultó el Colorado. El hombre lo miró con extrañeza.
—¿Qué partido?
—Ah... no. No —se excusó el Colorado.— Creí que venía del partido.
—No.
—¿No le gusta el fútbol? —inquirió Pepe.
—¿El fútbol? —preguntó el nombre, inquieto. Y daba la sensación de que era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra. Ramón y el Negro también lo miraron.
—¿Usted es de por acá? —ahora el Colorado cambiaba el ángulo de la conversación. El hombre lo miró con particular interés.
—No —dijo. —No —y se quedó en silencio. El Negro apuró el trago que tenía en la boca y, cuando el tipo no miraba, levantó las cejas hacia Ramón como diciendo: "¿Qué le vamos a hacer?"
La charla, de ahí en más, retomó el tono futbolístico, ya que los muchachos casi ni le dieron bola al comensal agregado que rumiaba un pedazo algo frío de chinchulín, calladamente. Cada tanto, alguien le ofrecía vino o le ponía un trozo de asado en el plato, lo que generaba un intercambio de "permiso", "gracias", "no hay de qué" breves y circunstanciales.
El que precipitó un poco la cosa, sin quererlo, fue el Colorado, que preguntó cuánto tiempo tendrían desde allí hasta el centro de Rosario, cuando prosiguieran el viaje. Los otros no lo escucharon o no le dieron bola, salvo el desconocido que se disculpó por no conocer la ruta.
—¿De dónde es usted? —insistió el Colorado, como una formalidad, rebañando con el pan el jugo del plato, antes de retornar a la charla futbolera.
—Soy de Sinope, una de las lunas de Júpiter, distante varios millones de años luz de este planeta.
El Colorado lo miró largamente, primero inmóvil, luego aprobando con la cabeza, la boca cerrada, la lengua quitando un residuo de lechuga de los dientes. Pepe también lo había oído.
—¿Sinope? —preguntó, serio.
—Sí —dijo el hombre— a varios millones de años luz.
—Che, muchachos —el Colorado se volvió hacia Ramón y el Negro, incluso reclamando la atención de éste tomándolo de un brazo— acá el hombre me dice que él es de Sinope, una galaxia que está lejísimos de acá.
—Ah... ya me parecía —aprobó Ramón.
—Y... ¿Cómo es eso, señor? —adelantó la cabeza el Negro.— Porque yo no lo oí bien, perdone, estaba conversando.
—Sinope —comenzó el hombre— es un planeta frío, en la galaxia de Andrómeda, a dos millones de años luz, atravesando el mar de meteoritos junto a los satélites gemelos, Elara y Ganímedes.
—¿Como saliendo hacia dónde? —preguntó el Colorado. El otro pareció no entenderlo.
—¿No tendrán un once? —preguntó Pepe. El otro lo miró muy serio.
—Un once —repitió Ramón. El hombre frunció el ceño.
— ¿Y usted viaja, digamos, va y viene? —preguntó el Negro. El hombre pensó un poco.
—Con la nave Lysitea, en dos millones de años, estamos acá.
—¿No te decía yo? —se dirigió el Colorado al Negro —No es tan lejos.
—Usted sabe que yo lo miraba y me decía... "este hombre no es de acá"... no sé ¿vio?... hay como... —el Negro contemplaba al tipo frunciendo la cara.
—Mi nombre es Namur —se presentó el desconocido.— Y soy hijo de Knar, el rey de Gdeon. Yo soy el príncipe Namur. Pero desde hace medio siglo, Merak el perverso rey del planeta Mkor, se ha apoderado de nuestro pobre planeta y nos somete a una impiadosa tiranía.
—Permiso —se levantó Ramón— voy a mear.
Ramón fue al baño. Casi detrás de él entró Pepe.
—Pobre, qué loco está —dijo Pepe. Ramón se rió.
—¿Cómo vas a pensar —dijo, en tanto meaba— que en un boliche, en medio de la ruta, te vas a encontrar con un coso como éste?
—Hijo de puta —se rió Pepe. Ramón, mientras se cerraba la bragueta, se rajó un pedo de los fuertes.
—A ver si todavía le tenemos que garpar el asado —dijo.
—¿Tendrá guita nuestra?
Cuando llegaron de nuevo a la mesa, Namur estaba contando que el perverso rey Merak, del planeta Mkor, había intentado atraparlo, que incluso sus naves habían intercambiado andanadas de rayos desintegradores en el mar de los meteoritos, pero que había logrado desorientarlo al entrar en el fluctuante campo magnético de Plutón. El Colorado le decía que él había pasado una vez por esa zona y que era muy jodida, que le había cagado dos amortiguadores.
—La importancia del pensamiento es vital para incidir sobre las descargas enemigas de rayos desintegradores —informó Namur, tocándose el entrecejo con la punta de los dedos.
—Ni qué decir —se encogió de hombros Pepe estirándose para pinchar un último trozo de tira.
—¿Cómo es eso, jefe, cómo es eso?
—La levedad de la materia enfrentada con la energía —aclaró Namur.— Por ejemplo... —buscó con la mirada— ese adorno... —señaló con su mano delgada un poster colgado en la pared, la foto de un perro peludo, plana en la base de la foto, con un relieve realista y repulsivo en la parte de la cabeza del perro.
—Sí... —dijeron todos, mirando. Namur contempló el poster fijamente durante un par de minutos. Luego el poster pareció desprenderse de la pared, se separó de ella unos cinco centímetros y cayó al suelo. Los cuatro se miraron, haciendo gestos de aprobación con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba el alemán que hacía eso? ¿Uri GeIler? —preguntó el Colorado.
—Tiene un nombre eso.
—¿Un nombre? —preguntó el hombre.
—Sí. Ese fenómeno. ¿Telequinesis, no es?
—A ver si nos cobran el cuadro, todavía —se quejó el Negro.
—¿Y usted no ha probado a ver un oculista? —el Colorado volvió a la carga.
—No dispongo de tiempo para nada. El perverso rey Merak puede caer sobre mí en cualquier momento. Es por eso que quería pedirles algo...
Los cuatro lo observaron con atención. El hombre estaba algo inclinado hacia adelante, estudiándolos. Se mantuvo así en tanto el patrón, saliendo de la cocina, se inclinaba sobre el mostrador preguntándose cómo carajo se había caído el poster del perro peludo de la pared. Namur no dijo nada hasta que el patrón se volvió hacia la cocina con un gesto de escepticismo.
—Estamos haciendo una colecta... —explicó Namur— ...juntando fondos para combatir contra el perverso rey Merak. No es mucho lo que les pido. Lo que ustedes puedan, muchachos, queda en la voluntad de ustedes, no se hagan problemas...
Se hizo un silencio prolongado. Todos miraban a Namur. Ramón se empezó a reír.
—Flaco... —comenzó.— ¿A vos te parece... —pero no pudo continuar. A través de los vidrios del quincho se vio una luz enceguecedora. Todos se volvieron a mirar hacia afuera. Se oyó un zumbido, una trepidación que sacudió levemente los vasos y los cubiertos pero que de inmediato cesó y, fuera de la parrilla, volvió la oscuridad.
—Flaco... —retomó Ramón. — ...¿A vos te parece que...
Fue cuando se abrió la puerta y apareció una figura desmañada, verdosa y fosforescente. Una especie de humanoide, de baja estatura y ojos saltones.
—¡Namur! —llamó.— Namur... ¿Qué pasa?
Namur se volvió hacia él.
—Ya voy, Pxer... —dijo.— Es que acá, los señores... bueno, están pensando... La figura se acercó a la mesa, con su especie de cabeza romboidal hizo un gesto que parecía un saludo.
—Acerqúese jefe —solicitó Pepe.— Colo, acércale una silla.
—¿Es amigo suyo? —preguntó el Negro.
—Pxer... ¿Vas a comer algo? —Namur parecía más seguro y reconfortado de estar con alguien conocido. El humanoide dudó, pasándose una extremidad de tres dedos sobre lo que podía ser el cogote.
—Métale, che... —el Colorado le acercó la fuente— ...el chinchulín debe estar caliente todavía.
El patrón se había asomado nuevamente al escuchar el chirrido de la puerta.
—Jefe —llamó Pepe— tráigale un cubierto al amigo.
—No tenemos mucho tiempo —repitió Namur.
—Tío... —Ramón estaba escrutando a Pxer.— ¿Qué crema usa para la cara?
—¿Con qué se da?
—¿Es algún bronceador? ¿Algún vasodilatador? El Colorado esgrimió un cuchillo hacia Ramón.
—El "Barrocutina" —explicó— ...hay lugares donde no llega. No se reparte. Pxer consumía los restos de la achura y era extraño ver desaparecer la tripa en el cuerpo fosforescente.
—¿Es de tomar mucho sol su amigo? —se dirigió Pepe a Namur. Este no llegó a contestar. Afuera hubo otro destello enceguecedor que se apagó tan sorpresivamente como se había iniciado. Namur tuvo un gesto de inquietud. Pxer no lo advirtió, estaba requiriendo con gesto confuso pero entendible que le escanciaran un culito del blanco que aún quedaba.
—Lo que no hay es hielo... —se disculpaba en ese momento Ramón, revolviendo con las pinzas inútiles el baldecito. Fue cuando se abrió la puerta y penetraron tres figuras oscuras, altas y poco tranquilizadoras.
Apenas localizaron a Namur y Pxer les apuntaron con unas armas brillantes como piedras preciosas. Hubo un par de destellos sin sonido, los cuerpos de los eventuales amigos de Pepe, el Colorado, Ramón y el Negro, se vieron orlados por un aura tornasolada y luego, se consumieron en el aire como papeles chamuscados. De Namur quedó, sobre la silla que había ocupado, una ceniza tibia y amontonada. De Pxer, una viruta retorcida y de color malva, también sobre la silla. Los tres ejecutores echaron una mirada rápida al lugar, saludaron con un vaivén de lo que se suponía eran sus cabezas, cerraron la puerta y se marcharon. Pronto se volvió a ver la luz intensa y se escuchó un zumbido que se alejó hasta perderse.
El Colorado, con el tenedor, pescaba en la ensaladera los últimos vestigios de cebolla.
—Los versos que inventan para sacarte guita —dijo el Negro.
—El petiso ni abrió la boca.
—Le daba a la molleja como desesperado.
—Andá a saber... —dijo el Negro.

Pagaron, no era mucho, y volvieron al auto. Habrán llegado a Rosario a eso de las dos de la mañana, no más, y ya casi se les había pasado la mufa de la derrota.



Fontanarrosa, Roberto (1988). "Nada del otro mundo y otros cuentos".

domingo, 19 de abril de 2015

PRIMEROS AMORES


Por Osvaldo Soriano


Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en hoteles lejanos. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.
Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra de la boletería con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me suenan, lejanas y dolorosas, en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia peronista. Su padre era un tipo sin pelo, de pocas pulgas, que masticaba cigarros y me saludaba de mal humor porque ya tenía bastantes problemas con otra hija que volvía al amanecer y en coche ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde, como el cine no daba función, nos sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que aparecía el vigilante de la esquina.
No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para ver el asfalto había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a Roca, al equipo de Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían pasar por el trío Los Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la Capital tardaban tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces sólo quedaban el fútbol y las carreras de motos, que empezaban a ponerse de moda.
Cuando su madre le dio aquella bofetada a mi novia, yo estaba en la Escuela Industrial y todavía no había convertido mi primer gol. Jugaba en una de esas canchitas hechas por los chicos del barrio, y de vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos goles no contaban porque todos pensábamos hacer otros mejores, con público y con nuestras novias temblando de admiración. Con toda seguridad éramos terriblemente machistas porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin cuestionarse. Un mundo de milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y chicas hacendosas, sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los años sesenta.
Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios coscorrones antes de convencerme de que no tenía ningún talento para las pistas.
Mi padre solía acompañarme para tocar el carburador o calibrar el encendido de la Tehuelche, pero mi madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me dejaban frío. La pelota era otra cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo cada vez que entraba al área y me iba entre dos desesperados que presumían de carniceros y asesinos. Me acuerdo de un número 2 viejo como de veintiséis años, de vincha y medalla de la Virgen, que para asustar a los delanteros les contaba que debía una muerte en la provincia de La Pampa.
Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me marcaba el día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que, como al legendario Rubén Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba inamovible en la Selección del Alto Valle y en ese lugar y en aquellos años pocos eran los árbitros que arriesgaban la vida por una expulsión.
Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el guardapolvo a la salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres estaban de viaje le exigí que viniera a casa, pero todo fue un fracaso con llantos, reproches y enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el perfume de las manzanas de marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.
Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.
Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.
Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado, ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.
Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.
Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los abrazos y escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones contribuyen a mi desprestigio en la alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho entre el 5 que me empuja y Hacha Brava que me agarra de la camiseta mientras estamos empatados y un wing de jopo a la brillantina tira un centro rasante, al montón, a lo que pase. Se me ha cortado la respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a sueldo. Nuestro zaguero central acaba de empatar con un terrible disparo de treinta metros que he festejado sin abrazarlo y en este contragolpe, casi sobre el final, intuyo secretamente que mi vida cambiará para siempre.
El miedo de perderme en la maraña de piernas, en el infierno de gritos y codazos, ya pasó. El 10, que es un veterano de mil batallas, llega en diagonal y pifia porque la pierna derecha sólo le sirve para tenerse parado. Inexorablemente, ese gesto fallido descoloca a toda la defensa y la pelota sale dando vueltas a espaldas del 5 que gira desesperado para empujarla al córner. Entonces aparezco yo, como el muchachito de la película, ahuecando el pie para que el tiro no se levante y le pego fuerte, cruzado, y aunque parezca mentira aquella imagen todavía perdura en mí, cualquiera sea el hotel donde esté.
Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos besamos y sin buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera novia se abandona por fin y me recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron la caricia de nuestro despreciable zaguero central tiritan y trotan, brincan y broncan, hoy que nuestras vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos del suyo.

NOVIA


Por Alejandro Dolina

Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa. Me amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la impuntualidad, en la mentira gratuita. Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que su llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera recuerdo me despertó el temor de perderla.
El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui haciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a vivir para ella. Le hacía el amor en todos los zaguanes. Le cantaba valses de Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hice sabio y generosos sólo para merecer su amor. Pero un día me dejó.
- No te quiero más-me dijo, y se fue. Supliqué un poco, sólo un poco, porque era bueno. Después me puse a esperar la muerte sentado en el umbral.
Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que seguramente me había dejado por otro. Decidí averiguarlo. Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de trabajosa indiferencia. Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta. Durante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El resultado de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por circuitos inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis amistades. Mi vida era una perpetua vigilancia.
Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una noche la vi salir de su casa con aire decidido. Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un hombre, tal vez porque estaba demasiado linda. La seguí entre las sombras y vi que se detenía en una esquina que yo conocía bien. Me escondí en un portal.
Ella se detuvo y esperó, esperó mucho. Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro, soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia, pero él la rechazó. Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en verla sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto diabólico. Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No podía concebirse un individuo más vil y detestable.
Caminaron. Tomaron un rumbo que no me sorprendió. Al llegar a la luz de una avenida, pude ver que aquél hombre era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto me había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores épocas. Con la impunidad de los necios.
No pude soportarlo. Pensé en cruzar la calle y pegarme una trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí mismo dejar tranquila a aquella muchacha. Pero el imperativo no tiene primera persona y no supe qué decirme. Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de advertencia. Después los perdí de vista y me quedé llorando.

LA CONSPIRACION DE LAS MUJERES HERMOSAS


Por  Alejandro Dolina


Cuando Jorge Allen, el poeta, se cruzaba con alguna mujer hermosa, caía en el mas hondo desasosiego.
Esta muchacha no será para mi – pensaba mientras la veía doblar para siempre la esquina.
Es que cada mujer que pasa frente a uno sin detenerse es una historia de amor que no se concretara nunca. Y ya se sabe que los hombres de corazón sueñan con vivir todas las vidas.
En ocasiones especiales, Allen usurpaba el tranco de las mas buenas mozas para decirles algo.
– Vea: si no me conoce, no podrá usted darse el lujo de olvidarme. Pero casi siempre ocurría lo mismo. Las pibas de Flores no mostraban el menor interés en olvidar o recordar al poeta.
Cabe ahora mismo salir al paso de la suspicacia general, aclarando que Allen era un joven de grata y recia figura. Además era muy versado en amorosas cuestiones. En verdad, casi no se ocupaba de otra cosa.
Una tarde, envenenado por la fría mirada de una morocha en la calle Bacacay, el hombre tuvo una inspiración: sospecho que la indiferencia de las hembras mas notables no era casual. Adivino una intención común en todas ellas. Y decidió que tenia que existir una conjura , una conspiración. El la llamo La Conspiración de las Mujeres Hermosas.
Allen nunca fue un sujeto de pensamientos ordenados. Pero su idea intereso muchísimo a las personas mas reflexivas del barrio de Flores. El primer fruto que se recuerda de estas inquietudes fue la memorable conferencia en el cine San Martín pronunciada por el polígrafo Manuel Mandeb.
Su titulo fue “De las mujeres mejor no hay que hablar” vale la pena transcribir algunos párrafos conservados en la dudosa memoria de supuestos asistentes.
“…Nadie puede negar el poder diabólico de la belleza. Se trata en realidad de una fuerza mucho mas irresistible que la del dinero o la prepotencia. Cualquiera puede despreciar a quien lo sojuzga mediante el soborno o el temor. Por el contrario uno no tiene mas remedio que amar a quien le impone humillaciones en virtud de su encanto. Y esta es una trágica paradoja. “
“…Las mujeres hermosas de este barrio conocen perfectamente la calidad de sus armas y las utilizan con el único fin de provocar el sufrimiento de los hombres sensibles. Ostentan su belleza y sin embargo no permiten que uno la disfrute. Cuentan dinero delante de los pobres. Esta perversa conducta no puede ser inconsciente. Obedece, sin duda a un plan minuciosamente pensado. “
“…Cada vez que me acerco a una señorita para presentarle mi respeto. no recibo otra cosa que gestos de desagrado, gambetas ampulosas y aun amenazas de escándalo. Ya no se puede ceder el paso a una dama sin que se sospeche que esta por permitido perpetrarse una violación.”
Desde la cuarta fila, un grupo de colegialas le retruco al conferenciante, llamando su atención acerca del comportamiento de los conductores de camionetas. Opinaban las niñas que estos profesionales, mas que requerirlas de amores parecían proponerse insultarlas.
Este que escribe opina que la objeción es interesante. Con toda frecuencia se ven por las calles individuos que lejos de postularse como admiradores de las señoritas que se les cruzan, proceden a agraviarlas con frases puercas. Aquí surge un tema polémico. ¿En qué consiste el piropo? ¿Cuál es su objeto y esencia?
Algunos sostienen que se trata de un genero artístico: un hombre ve a una mujer, se inspira y suelta párrafos. No existe la esperanza de una recompensa, basta con la satisfacción de haber cumplido con los duendes interiores.
Si este es el criterio correcto, la actitud de los conductores de camionetas es perfectamente comprensible. Tal vez quepan reparos de índole académica. Se puede opinar que es artísticamente superior un madrigal que un manotazo, pero ambas expresiones se encuadran rigurosamente en la definición que se ha sugerido anteriormente.
Otra corriente – menos desinteresada – piensa que todo piropo manifiesta la intención de comenzar un romance. Vale decir que se espera de la dama que lo recibe una respuesta alentadora.
Difícil será – por cierto – que alguien obtenga una sonrisa a cambio de una grosería. El asunto es apasionante y fue desarrollado por el propio Mandeb, mucho después, en un libro que se llamo “La objeción de las colegialas”, titulo que despertó un equivocado entusiasmo entre los conductores de camionetas. Pero volvamos a la conferencia.
Manuel Mandeb presento durante su exposición a un italiano y a un brasileño, quienes – dificultosamente – expresaron que, en sus países, los idilios se concertaban en forma rápida entre personas desconocidas y que muchas veces bastaba con leves gestos para entenderse bien. Curiosamente, el propio conferencista desautorizo a sus invitados.
“…Esta muy bien reclamar la tolerancia de las señoritas. Pero todo amorío debe presentar una cantidad razonable de escollos. Para serles franco, no quisiera saber nada con una mujer capaz de entreverarse en dos minutos con un tipo como yo.”
La conferencia termino en un tumulto. Varias conspiradoras asistentes empezaron a quejarse de recibir propuestas indecorosas de los caballeros vecinos. Probablemente se trataba de conductores de camionetas.
Los Refutadores de Leyendas hicieron oír su voz algunos días mas tarde. En una de sus habituales reuniones manifestaron que no creían en la posibilidad de la conspiración. El argumento de los racionalistas merece consideración: según ellos las mujeres hermosas se odian entre si y es inconcebible cualquier tipo de acuerdo. Declararon también que es falso que esta estirpe no haga caso de los hombres: todos los días uno ve hermosas muchachas acompañadas por algún señor.
Ya en el colmo de la locura, los Hombres Sensibles contestaron que allí estaba el punto: el señor que acompaña a las mujeres hermosas es siempre otro y esto provoca aun más tristeza que cuando uno las ve solas. No seria extraño que estas damas y sus acompañantes no fueran sino incubos y súcubos que recorren el mundo para ser dique a las almas sencillas.
Ives Castagnino, el músico de Palermo, razonaba de este modo: si el propósito de las mujeres terribles es hacer sufrir a los hombres, tienen dos maneras de lograrlo:
1) No viviendo un romance con ellos.
2) Viviéndolo.
Según parece, al músico lo aterrorizaba mucho mas la segunda posibilidad.
Como puede suponerse, las mujeres hermosas consultadas negaron siempre la existencia de la conjura. De cualquier modo, hay que reconocer que la encuesta no fue demasiado amplia. En primer lugar, las señoritas entrevistadas desconfiaban de los encuestadores y pensaban – con toda razón – que trataban de seducirlas. Y por otra parte resulta una verdadera ingenuidad que, quienes son capaces de una gesta tan oscura, se presten a revelar el secreto precisamente a sus víctimas.
Como suele ocurrir en estos casos, el tema de discusión se bifurcó innumerables veces y tomo el rumbo de los tomates.
Hubo quienes pidieron que se aclararan los limites de la hermosura para saber cabalmente quienes eran las mujeres que alcanzaban esa categoría.
La cuestión es ardua, como todo juicio estético. Se pueden tener en cuenta –quizá– algunos indicios. Se dice que si una dama es muy linda, las demás la tendrán por tonta. Pero no puede tomarse este lugar común como precepto, pues es cosa evidente que existen mujeres que, siendo tontas, son al mismo tiempo feas. Inclusive hay gente que sostiene haber conocido señoritas hermosas e inteligentes, lo cual para mi gusto es demasiado.
El asunto se torna todavía más complejo a causa de la acción de los Agrandadores de Loros, unos caballeros mas bien babosos que con halagos y falsedades consiguen que ciertos bagayos se crean la reina del corso.
Así, los hombres de corazón llegan a padecer la violencia de verse rechazados por damas que jamas pensaron seducir. La tarea de los Agrandadores ha ido muy lejos y ha llegado incluso a las tapas de las revistas y avisos de publicidad, donde se proponen a la admiración de la gente de toda clase de pescados con disfraz de Colombina.
Pero los Hombres Sensibles siempre supieron cuando se hallaban ante la presencia de una mujer hermosa. Sentían lo que Mandeb describía como una patada en el corazón. Y no se equivocaban nunca.
A decir verdad, jamas se alcanzaron a reunir pruebas convincentes sobre la existencia de la conspiración. Pero sus efectos se siguieron padeciendo.
Pese a todo, Allen, Mandeb y todos sus amigos siguieron recorriendo las esquinas haciendo fuerza para creer que detrás de alguna puerta iba a aparecer la mujer que les salvaría la vida.
Por suerte para los muchachos, hubo siempre entre las dilas conjuradas algunas Traidoras Adorables.
Naturalmente toda traición tiene su precio y muchas veces la exigencia era el amor eterno. Los Hombres de Flores pagaban una y otra vez este arancel.
La denuncia de Jorge Allen ya ha sido olvidada en el barrio del Ángel Gris. Pero aunque nadie converse sobre el asunto, basta con asomarse a la puerta para comprobar que las cosas siguen como entonces.
Allí están las mujeres hermosas en Flores y en toda la ciudad, gritando con sus miradas de hielo que no están en nuestro futuro ni en nuestro pasado.
Allí esta la abominable secta de las Chicas con Novio, poniéndonos ante la espantosa verdad de que siempre hay un hombre mejor que uno.
El camino para derrotar a esta muralla es largo y penoso, pero seguirlo es deber de los criollos arremetedores.
No hay mas remedio que quererlas a pesar de todo. Y mas todavía, tratar de que a uno lo quieran. Esta segunda labor es especialmente complicada y puede llevar la vida eterna. Consiste – por ejemplo – en ser bueno, aprender a tocar el piano, convertirse en héroe o en santo, estudiar las ciencias, comprarse una tricota nueva, lavarse los dientes, ser considerado y tierno y renunciar a los empleos nacionales.
Una vez hecho todo esto, ya puede el hombre enamorado, pararse en la calle y esperar el paso de la primera mujer hermosa para decirle bien fuerte:
– He sufrido mucho nada más que para saber su nombre.
Seguramente, la tipa fingirá no haber oído, mirará al horizonte y seguirá su camino.
Pero será injusto.