miércoles, 3 de marzo de 2010

De experiencias y rarezas.

Miles son las definiciones que inundan los resultados de un célebre buscador virtual cuando uno se da a la compleja tarea de rastrear el término "felicidad". Aunque, si en la misma búsqueda se introduce y relaciona el susodicho vocablo con la palabra "amor", se suscita un curioso resultado: las respuestas disminuyen de cinco mil a apenas una. “La felicidad es una rareza en el tiempo”, reza la única y singular respuesta del cacheo.
Debo reconocer que frente a la entrega del resultado pensé al buscador irónico y fanfarrón, teniendo en cuenta que la experiencia de la felicidad (al igual que la de tristeza, sorpresa, cobardía, peronismo, mugre y todas las demás) es un hábito intermitente, tal vez repetitivo y que llena a quien la padece. Habrá quienes postulen que la mugre no es una experiencia y que de lo único que llena es de gérmenes y bacterias; pero no gastaremos pólvora en chimangos, optaremos por obviarlos y seguiremos nuestra vía reflexiva sin controversias de índole roñosas.
Luego de pensar con insistencia en la sentencia mientras me encontraba sentado en mi inodoro, ojeando un arrugado suplemento deportivo del año noventa y siete, me resolví por confrontar al dicho. En el auge de mi rebeldía y mi yo más insurrecto, intenté doblegar a la frase de la manera más arriesgada y dificultosa: pretendí la felicidad enamorándome de una mujer inalcanzable.
Ignoraba que me encontraba frente al equívoco más grande y tremendo de mi vida hasta que la mujer de ensueño se transformó en un ser real. Fue un error digno de la adolescencia y de todas las otras etapas de los hombres que la adolescencia no abarca. Procuré una vida llena de alegrías cediendo mi independencia emocional a una persona que no era mi madre; digno de la piña más fuerte.
Lo que le siguió fue de manual. Una vez avivada de su poder la mina colonizó mis horas, dictó el quehacer de mis días y se aseguró de mi presencia hasta que su voluntad desease pronunciar lo contrario. Fue una relación atiborrada de desdichas para mi alcurnia grupal; también sobrellevó intermitentes momentos de felicidad esporádicos y aislados, que fueron suficientes para justificar el resto de las humillaciones a las cuales era sometido a casusa del amor que sentía por esa mujer en virtud de su encanto.
Fueron épocas duras. Me queda intacto el recuerdo de la conducta digna de psicoanálisis que tomaron mis pares más queridos, mis amigos; aquellos con quienes era feliz pateando una pelota, bebiendo de una botella o cortejando señoritas de una belleza más o menos cuestionable en consideración de la hora transitada en el momento del galanteo. El asunto fue que estos pibes se retobaron. Sin previo aviso, me sancionaron con el agravio hacia el ciego, el ultraje que uno no ve, ese que se comete a tus espaldas; posteriormente optaron por mi exclusión grupal y, en la hipérbole de los odios, me negaron en el barrio, en el tiempo y en el espacio.
Después de tres años de relación, Marta me dejó; el barrio me asumió desaparecido en merced al rumor difundido y mis amigos no volvieron a reconocerme nunca jamás. Me quedé sin mi novia y sin negadores.
Fue seguidamente al desarrollo de que osase rivalizar con la razón virtual una tarde de verano, que comprobé que la sentencia desafiada en principio, tenía un solo fallo para mi ejemplo personal: equivocaba el tiempo. La felicidad sería un fenómeno extraño, una rareza en el tiempo que jamás se volvería a repetir.
Lo vivido me llevó a la cavilación de que la próxima vez que me vea sumergido en lo más profundo del aburrimiento opte por jugar a la generala; a la pelota; a la bolita; al dígalo con mímica; o bien, quedar bien con la familia, y llamar a mi abuela. Aunque a la pelota ya no puedo jugar porque se necesitan más jugadores que uno mismo.