Por Roberto Fontanarrosa.
El Colorado había sugerido comer en Santa
Fe pero no le habían dado bola. Los demás dijeron que tenían que aprovechar a
rajar cuanto antes, antes de que la ruta fuera un kilombo y que a eso de las
doce podían estar en Rosario y comer allí. Después de todo, por la autopista,
en dos horas estaban de vuelta. La noche, además, era muy linda e incluso,
tiempo después todos recordaban que Pepe, ya en el auto, había dicho que era
perfecta para que apareciera algún plato volador. También se acordaban de que
Pepe, hasta ese momento silencioso y pensativo en el asiento de atrás, había
agregado, como preguntándose a sí mismo: "¿Tendrán un once?". Habían
ido a cancha de Unión a ver a Central contra los tatengues y se había perdido
dos a cero dando lástima. Y la carencia de un puntero izquierdo lo tenía mal al
Pepe.
Lo cierto es que se largaron a la ruta sin
siquiera tomar un liso en Santa Fe, tratando de primerear al resto de la
sufrida hinchada que se había llegado hasta la ciudad capital para ver esa
cagada de partido.
Encontraron la autopista despejada y, muy
de vez en cuando, pasaba algún auto con alguna bandera arriba, cruzada sobre el
techo, agarrados los extremos con las ventanillas traseras.
—Por qué no te metes la bandera en el orto
—alcanzó a decir Ramón poco antes de que el Colorado propusiera parar en
cualquier parte para comer algo.
—Un sandwich, aunque sea —agregó. Pero
alguien tiró la posibilidad de una tira, un cacho de vacío y los cuatro
comenzaron a escudriñar el camino en busca de una parrillita. Se habían avivado
tarde de que tenían hambre y ya habían dejado atrás las parrillas de la salida
de Santo Tomé. La mufa del partido, por otro lado, había aflojado.
—Por acá no hay un choto —dijo Pepe. Pero
se equivocaba. A poco tiempo de andar vieron una estación de servicio, chica y,
al lado, casi oculta entre unos árboles, una parrilla iluminada. Pararon el
auto, bajaron, y cuando se estaban acercando a la edificación, vieron cómo un tipo
cerraba la puerta vidriada desde adentro.
—Cagamos —dijo el Colorado. Pero ya habían
llegado junto a la puerta y Ramón golpeó con los nudillos sobre el vidrio, como
si el tipo de adentro no los viera cuando, a no ser por la puerta en sí, estaba
separado de ellos por unos quince centímetros. El Negro, al mismo tiempo, le
hacía la seña basquebolística de pedir minuto, con el dedo índice de la mano
derecha apoyado en la palma hacia abajo de la mano izquierda. En tanto el
hombre volvía a abrir, adentro, un adolescente que barría, dejó de hacerlo.
—¿Podremos comer algo, jefe? —preguntó el
Colorado frotándose las manos.
—Sí. Sí —dijo el hombre señalándoles una
mesa y yéndose hacia atrás del mostrador. El adolescente abandonó la escoba con
cara de culo y se fue para la cocina. No se veía más nadie en el local, pero
aún quedaban mesas sin levantar, indicio que delataba que había habido gente
comiendo minutos antes.
—Es temprano después de todo —dijo Pepe,
mirando el reloj en tanto se sentaba.— Son las once y media.
—Que trabajen, qué mierda —dijo Ramón.
—¿Hacemos un blanco? —propuso el Colorado,
y volvieron sobre el tema del partido.
Ramón no se acuerda, hoy por hoy, a qué
hora habrá caído el tipo de bigotitos, pero no les habían traído todavía las
tiras cuando entró a la parrilla. Tampoco notaron nada raro, aunque, tiempo
después, el Negro recordó que no habían escuchado ruido de auto o cosa así
llegando a la parrilla. Tanto, que primero pensaron que era un tipo del lugar,
alguno que trabajaba en la parrilla o atendía en la estación de servicio.
Era un tipo delgado, de estatura mediana,
pelo negro y bigotito fino.
—Parecía uno de esos que laburan en teatros
de varieté —diría después el Colorado.— Un mago o cosa así.
—Uno de esos que cuentan chistes pelotudos
—aportaría el Pepe.
El hombre saludó al entrar con el
"provecho" de rigor y los cuatro contestaron con monosílabos y
movimientos de cabezas. El hombre se dirigió al dueño, que estaba detrás del
mostrador, habló dos palabras con él, el patrón se encogió de hombros y el tipo
se acercó a la mesa de los cuatro.
—Perdonen —dijo.— ¿Les molestaría que me
sentara con ustedes?
Pepe, al lado de quien estaba parado, dejó
de masticar y lo miró largamente. El Colorado fue más operativo, corrió la
silla de la cabecera y lo invitó a sentarse.
—Che... —avisó al Negro y a Ramón—... acá
el amigo va a compartir la mesa con nosotros.
Ramón miró al recién llegado duramente, el
Negro lo estudió en silencio y luego los dos siguieron charlando del partido.
—¿Toma blanco, jefe? —ofreció Pepe,
acercándole un vaso.
—Bueno, bueno, un poco.
—¿Viene del partido? —consultó el Colorado.
El hombre lo miró con extrañeza.
—¿Qué partido?
—Ah... no. No —se excusó el Colorado.— Creí
que venía del partido.
—No.
—¿No le gusta el fútbol? —inquirió Pepe.
—¿El fútbol? —preguntó el nombre, inquieto.
Y daba la sensación de que era la primera vez en su vida que escuchaba esa
palabra. Ramón y el Negro también lo miraron.
—¿Usted es de por acá? —ahora el Colorado
cambiaba el ángulo de la conversación. El hombre lo miró con particular
interés.
—No —dijo. —No —y se quedó en silencio. El
Negro apuró el trago que tenía en la boca y, cuando el tipo no miraba, levantó
las cejas hacia Ramón como diciendo: "¿Qué le vamos a hacer?"
La charla, de ahí en más, retomó el tono
futbolístico, ya que los muchachos casi ni le dieron bola al comensal agregado
que rumiaba un pedazo algo frío de chinchulín, calladamente. Cada tanto,
alguien le ofrecía vino o le ponía un trozo de asado en el plato, lo que
generaba un intercambio de "permiso", "gracias", "no
hay de qué" breves y circunstanciales.
El que precipitó un poco la cosa, sin
quererlo, fue el Colorado, que preguntó cuánto tiempo tendrían desde allí hasta
el centro de Rosario, cuando prosiguieran el viaje. Los otros no lo escucharon
o no le dieron bola, salvo el desconocido que se disculpó por no conocer la
ruta.
—¿De dónde es usted? —insistió el Colorado,
como una formalidad, rebañando con el pan el jugo del plato, antes de retornar
a la charla futbolera.
—Soy de Sinope, una de las lunas de
Júpiter, distante varios millones de años luz de este planeta.
El Colorado lo miró largamente, primero
inmóvil, luego aprobando con la cabeza, la boca cerrada, la lengua quitando un
residuo de lechuga de los dientes. Pepe también lo había oído.
—¿Sinope? —preguntó, serio.
—Sí —dijo el hombre— a varios millones de
años luz.
—Che, muchachos —el Colorado se volvió
hacia Ramón y el Negro, incluso reclamando la atención de éste tomándolo de un
brazo— acá el hombre me dice que él es de Sinope, una galaxia que está
lejísimos de acá.
—Ah... ya me parecía —aprobó Ramón.
—Y... ¿Cómo es eso, señor? —adelantó la
cabeza el Negro.— Porque yo no lo oí bien, perdone, estaba conversando.
—Sinope —comenzó el hombre— es un planeta
frío, en la galaxia de Andrómeda, a dos millones de años luz, atravesando el
mar de meteoritos junto a los satélites gemelos, Elara y Ganímedes.
—¿Como saliendo hacia dónde? —preguntó el
Colorado. El otro pareció no entenderlo.
—¿No tendrán un once? —preguntó Pepe. El
otro lo miró muy serio.
—Un once —repitió Ramón. El hombre frunció
el ceño.
— ¿Y usted viaja, digamos, va y viene?
—preguntó el Negro. El hombre pensó un poco.
—Con la nave Lysitea, en dos millones de
años, estamos acá.
—¿No te decía yo? —se dirigió el Colorado
al Negro —No es tan lejos.
—Usted sabe que yo lo miraba y me decía...
"este hombre no es de acá"... no sé ¿vio?... hay como... —el Negro
contemplaba al tipo frunciendo la cara.
—Mi nombre es Namur —se presentó el
desconocido.— Y soy hijo de Knar, el rey de Gdeon. Yo soy el príncipe Namur.
Pero desde hace medio siglo, Merak el perverso rey del planeta Mkor, se ha
apoderado de nuestro pobre planeta y nos somete a una impiadosa tiranía.
—Permiso —se levantó Ramón— voy a mear.
Ramón fue al baño. Casi detrás de él entró
Pepe.
—Pobre, qué loco está —dijo Pepe. Ramón se
rió.
—¿Cómo vas a pensar —dijo, en tanto meaba—
que en un boliche, en medio de la ruta, te vas a encontrar con un coso como
éste?
—Hijo de puta —se rió Pepe. Ramón, mientras
se cerraba la bragueta, se rajó un pedo de los fuertes.
—A ver si todavía le tenemos que garpar el
asado —dijo.
—¿Tendrá guita nuestra?
Cuando llegaron de nuevo a la mesa, Namur
estaba contando que el perverso rey Merak, del planeta Mkor, había intentado
atraparlo, que incluso sus naves habían intercambiado andanadas de rayos
desintegradores en el mar de los meteoritos, pero que había logrado
desorientarlo al entrar en el fluctuante campo magnético de Plutón. El Colorado
le decía que él había pasado una vez por esa zona y que era muy jodida, que le
había cagado dos amortiguadores.
—La importancia del pensamiento es vital
para incidir sobre las descargas enemigas de rayos desintegradores —informó
Namur, tocándose el entrecejo con la punta de los dedos.
—Ni qué decir —se encogió de hombros Pepe
estirándose para pinchar un último trozo de tira.
—¿Cómo es eso, jefe, cómo es eso?
—La levedad de la materia enfrentada con la
energía —aclaró Namur.— Por ejemplo... —buscó con la mirada— ese adorno...
—señaló con su mano delgada un poster colgado en la pared, la foto de un perro
peludo, plana en la base de la foto, con un relieve realista y repulsivo en la
parte de la cabeza del perro.
—Sí... —dijeron todos, mirando. Namur
contempló el poster fijamente durante un par de minutos. Luego el poster
pareció desprenderse de la pared, se separó de ella unos cinco centímetros y
cayó al suelo. Los cuatro se miraron, haciendo gestos de aprobación con la
cabeza.
—¿Cómo se llamaba el alemán que hacía eso?
¿Uri GeIler? —preguntó el Colorado.
—Tiene un nombre eso.
—¿Un nombre? —preguntó el hombre.
—Sí. Ese fenómeno. ¿Telequinesis, no es?
—A ver si nos cobran el cuadro, todavía —se
quejó el Negro.
—¿Y usted no ha probado a ver un oculista?
—el Colorado volvió a la carga.
—No dispongo de tiempo para nada. El
perverso rey Merak puede caer sobre mí en cualquier momento. Es por eso que
quería pedirles algo...
Los cuatro lo observaron con atención. El
hombre estaba algo inclinado hacia adelante, estudiándolos. Se mantuvo así en
tanto el patrón, saliendo de la cocina, se inclinaba sobre el mostrador
preguntándose cómo carajo se había caído el poster del perro peludo de la
pared. Namur no dijo nada hasta que el patrón se volvió hacia la cocina con un
gesto de escepticismo.
—Estamos haciendo una colecta... —explicó
Namur— ...juntando fondos para combatir contra el perverso rey Merak. No es
mucho lo que les pido. Lo que ustedes puedan, muchachos, queda en la voluntad
de ustedes, no se hagan problemas...
Se hizo un silencio prolongado. Todos
miraban a Namur. Ramón se empezó a reír.
—Flaco... —comenzó.— ¿A vos te parece...
—pero no pudo continuar. A través de los vidrios del quincho se vio una luz
enceguecedora. Todos se volvieron a mirar hacia afuera. Se oyó un zumbido, una
trepidación que sacudió levemente los vasos y los cubiertos pero que de
inmediato cesó y, fuera de la parrilla, volvió la oscuridad.
—Flaco... —retomó Ramón. — ...¿A vos te
parece que...
Fue cuando se abrió la puerta y apareció
una figura desmañada, verdosa y fosforescente. Una especie de humanoide, de
baja estatura y ojos saltones.
—¡Namur! —llamó.— Namur... ¿Qué pasa?
Namur se volvió hacia él.
—Ya voy, Pxer... —dijo.— Es que acá, los
señores... bueno, están pensando... La figura se acercó a la mesa, con su
especie de cabeza romboidal hizo un gesto que parecía un saludo.
—Acerqúese jefe —solicitó Pepe.— Colo,
acércale una silla.
—¿Es amigo suyo? —preguntó el Negro.
—Pxer... ¿Vas a comer algo? —Namur parecía
más seguro y reconfortado de estar con alguien conocido. El humanoide dudó,
pasándose una extremidad de tres dedos sobre lo que podía ser el cogote.
—Métale, che... —el Colorado le acercó la
fuente— ...el chinchulín debe estar caliente todavía.
El patrón se había asomado nuevamente al
escuchar el chirrido de la puerta.
—Jefe —llamó Pepe— tráigale un cubierto al
amigo.
—No tenemos mucho tiempo —repitió Namur.
—Tío... —Ramón estaba escrutando a Pxer.—
¿Qué crema usa para la cara?
—¿Con qué se da?
—¿Es algún bronceador? ¿Algún
vasodilatador? El Colorado esgrimió un cuchillo hacia Ramón.
—El "Barrocutina" —explicó— ...hay
lugares donde no llega. No se reparte. Pxer consumía los restos de la achura y
era extraño ver desaparecer la tripa en el cuerpo fosforescente.
—¿Es de tomar mucho sol su amigo? —se
dirigió Pepe a Namur. Este no llegó a contestar. Afuera hubo otro destello
enceguecedor que se apagó tan sorpresivamente como se había iniciado. Namur
tuvo un gesto de inquietud. Pxer no lo advirtió, estaba requiriendo con gesto
confuso pero entendible que le escanciaran un culito del blanco que aún
quedaba.
—Lo que no hay es hielo... —se disculpaba
en ese momento Ramón, revolviendo con las pinzas inútiles el baldecito. Fue
cuando se abrió la puerta y penetraron tres figuras oscuras, altas y poco
tranquilizadoras.
Apenas localizaron a Namur y Pxer les
apuntaron con unas armas brillantes como piedras preciosas. Hubo un par de
destellos sin sonido, los cuerpos de los eventuales amigos de Pepe, el
Colorado, Ramón y el Negro, se vieron orlados por un aura tornasolada y luego,
se consumieron en el aire como papeles chamuscados. De Namur quedó, sobre la
silla que había ocupado, una ceniza tibia y amontonada. De Pxer, una
viruta retorcida y de color malva, también sobre la silla. Los tres ejecutores
echaron una mirada rápida al lugar, saludaron con un vaivén de lo que se suponía
eran sus cabezas, cerraron la puerta y se marcharon. Pronto se volvió a ver la
luz intensa y se escuchó un zumbido que se alejó hasta perderse.
El Colorado, con el tenedor, pescaba en la
ensaladera los últimos vestigios de cebolla.
—Los versos que inventan para sacarte guita
—dijo el Negro.
—El petiso ni abrió la boca.
—Le daba a la molleja como desesperado.
—Andá a saber... —dijo el Negro.
Pagaron, no era mucho, y volvieron al auto.
Habrán llegado a Rosario a eso de las dos de la mañana, no más, y ya casi se les
había pasado la mufa de la derrota.
Fontanarrosa, Roberto (1988). "Nada del otro mundo y otros cuentos".
Fontanarrosa, Roberto (1988). "Nada del otro mundo y otros cuentos".
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