domingo, 17 de febrero de 2013

JOHNY, EL CARNICERO



Cuando era chico tuve un carnicero, se llamaba Johny. Su comercio se llamaba algo así como una mezcla entre lo que vendía y el lugar dónde estaba, como podría ser “Hurlinghcarne”. No era muy creativo ni tampoco metafórico. No escuchaba Spinetta ni leía a Borges. Sin embargo era un tipo muy querible. Siempre que mi mamá me mandaba a comprar huevos o un kilo de milanesas de pollo, el carnicero me sonreía y me hacía un comentario relacionado con Rosario Central. Sabía de carne y de fútbol. Me contemplaba frente a la angustia de tener que hacer un mandado que no deja vueltos. Hasta tenía una sillita donde podías leer el diario que siempre compraba, que era como un deportivo con un suplemento de todo lo demás. El paraíso. Te dejaba sólo la parte de deportes porque el resto lo utilizaba para envolver huevos. Era uno más de la familia. La clientela feliz.
Pasaron los años y todo esto no era presente. Hasta el día de hoy.
Después de vivir una vida en el conurbano, en sus carnicerías, sus potreros y su peronismo, la formalización de las relaciones del amor me llevó a ponerme de novio y a tener que comprar milanesas en los modernos y contemporáneos comercios de los barrios porteños, en este caso, de Caballito.
Entro a la carnicería y ocurre lo primero: me atiende una mujer. Ya no estaba ese hombre galán de mil mujeres, con el pecho descubierto y sus pelos que afloraban afirmando una masculinidad tremenda. En su reemplazo me atiende una mujer. Ni debe saber de la existencia de Rosario Central, o peor, tal vez en su afán de venderme me afirme que sí, que los conoce, que son dos equipos distintos de un mismo lugar. Sin esperanza le pido un kilo de milanesas. “¿De qué querés?”, me dijo. “De ternera o de pechuga”, respondí. “No tengo. Me quedaron de calabaza y berenjena”. No es joda. Era una carnicería que vendía milanesas que no eran milanesas. Era una carnicería que en verdad era una verdulería, pero al lado no había una verdulería que en verdad fuese carnicería. Con resignación le pedí de zapallo, angustiado. Pero faltaba el hecho que marcaría un antes y un después: la carnicera se puso guantes descartables para tomar las milanesas. Desorbitado. Así quede. Después de una infancia de desear comer los productos de carne, tan especiales, con tanto sabor. ¿Qué sería lo que hacía sus milanesas tan agradables? ¿Tal vez el olor a bolas? ¿Un hombre como Johny lavaría sus manos luego de sacudirse el amigo goteando el piso del baño al finalizar una meada? ¿Se habrá fijado de no quedar con algún pendejo entre sus dedos al tomar el asado, el ojo de bife o las costillitas de cerdo tan sublimes? ¿Habrá sido algunos de esos pelos que entorpecen un almuerzo al fastidiarle a uno la boca al sentir el gusto de la ensalada o el pan rallado de la milanesa?

Salí de la carnicería y volví para mi casa. Lucía comió milanesa de zapallo.

Yo descongelé un ojo de bife.

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